Mi abuelo era un buen hombre, creo. Callado, alegre a su manera y con una sonrisa triste que algunas veces le iluminaba la cara. Mi abuela, en cambio, no era una mujer feliz. Nunca supe por qué.
El recuerdo más presente que tengo de mi abuela es una tarde en su casa, preparando la cena de Nochebuena. Me dijo: «Vení, vamos a salar al abuelo» y sacando un enorme pavo del horno comenzó a trincharlo por aquí y por allá abriéndole unos huecos por donde introducía unas verduras. Recuerdo que quería que participara junto a ella pero yo me negué y me fui llorando a buscar a mi mamá.
A mi papá no lo conocí. Según mi mamá, murió cuando a mi me faltaban dos meses para nacer. En casa nunco hubo fotografías de él, ni retratos dibujados ni nada que hablara de su presencia. Era, sigue siendo hasta el día de hoy, un tema tabú mencionarlo.
Mi mamá nunca volvió a casarse. Al menos con un hombre. Cuando yo cumplí 15 años presentó en sociedad a su pareja: Sonia. Todavía están juntas y se ve que se quieren y se complementan muy bien. Al menos eso parece desde afuera.
Mi abuelo murió cuando yo estaba de viajes de estudios, después de caerse del techo de la casa, que estaba arreglando no se qué de los desagües.
Mi abuela todavía vive y la frase que más se le escucha decir es: «En todos lados se cuecen habas».
Yo hace tres años que vivo con Pablo, mi pareja, y estoy esperando un bebé.