Una publicación efímera, como todo

El país donde los árboles no dejan nunca de crecer

In Opinión, por María de la Paz. on 13 febrero, 2013 at 9:00
araguaney11

El Araguaney , árbol nacional de Venezuela. (foto Archivo)

por María de la Paz (desde Caracas)

Llega la hora de nuestra caminata diaria, para abandonar por una hora la seguridad de las rejas que nos guardan de los cucos reales y de los que creemos que podría haber también. Somos pocos, de hecho somos sólo tres, pero la hora de estirarse es para todos en la casa, asi es que terminamos siendo ¡siete!: tres humanos y cuatro de orejas largas. La salida en sí es un espectáculo,  y aunque Carnaval son sólo unos pocos días al año, cuando hacemos nuestra aparición triunfal en la calle al Carnaval  lo hacemos los 365 días.

Después de dar la tercera vuelta y de agotar el exceso de energía del grupo y hasta de mí misma, por arte de magia descubrimos nuevamente algo que ya habíamos visto el día anterior pero de manera diferente. Es que caminar te airea los pulmones, pero lo mas importante es que te refresca el cerebro.

Sí, la bestia de cemento está enjaulada a su vez por la selva. Por donde vamos podemos encontrarnos con un perezoso, algunas ardillas persiguiéndose, cientos de iguanas verdes colgadas en las ramas de los árboles, y -me acabo de dar cuenta- ¡de gatos también! Como verán no todo el panorama es gris cemento por estos lados, es estar cerca del cemento, pero como en una isla. Cada montecito, cada montañita, es un islote de bambú, se siente  diferente mirar tanta vida natural en una ciudad tan habitada y compleja.

Cosa rara a la que me cuesta acostumbrarme, es a saber que nunca voy a ver árboles pelados, quizás alguna que otra especie que pierde algunas hojas en esta época de frío, pero nunca jamás quedan desnudos, y ¿saben?, a veces se extraña el frío loco que te deja tiesos los dedos cuando intentas escribir, y que te pela los labios y las mejillas si te olvidaste la bufanda, ¡no señor! Acá no hay estaciones, los árboles siempre crecen, será por eso que son inmensamente altos e inmensamente majestuosos, pero, igual que los gigantes, suelen caer. Troncos y ramas de madera muy porosa, que están permanentemente húmedos hacen que la selva que no ha querido irse de acá, intente tomar de nuevo su tierra. Es impresionante ver cuando la naturaleza no se rinde, es cuando veo que quizás nosotros somos los que nos rendimos y hacemos de nuestra vida una nota gris, pero como todo es una lección para no morir sin intentar cosas diferentes a lo que somos, para no alienarnos en nuestras lunas personales, de estos gigantes también se aprende algo, que lo importante en la vida no es no caerse, sinó que hay que saber caer con gracia.

Caracas sin lugar a dudas es especial, creo que es el único estado en el que se siente frío, después del estado de Mérida al oeste del país, aunque por allá tiene sentido, están tierra adentro, al final de lo que pareciera ser el final de la cordillera; el resto del país vive al son de los calorcitos caribeños, inclusive cuando se cruza la montaña para ir a La Guaira, lugar donde está el aeropuerto internacional, a sólo 15 km de la capital ya se siente un vaporón caliente que invade el aire.

Caracas tiene hasta en eso sus propias reglas, las estaciones para los caraqueños están definidas por épocas, como entre los meses de febrero hasta abril, meses en los que el Araguaney , árbol nacional de Venezuela, se desprende de todas las hojas verdes que lo mantuvo inadvertido durante el año y da paso al brillo de sus inmensas flores doradas, que sólo vivirán unos días, y por las cuales habrá que esperar un año más para volver a ver.

También está signada por la llegada de las flores, época en la que el pueblo de Galipán, por acá arriba nomás, en el Avila vestido de densa bruma, se viste de colores para bajar a la ciudad sus flores más exquisitas, es como ver un reflejo de Villa General Belgrano metido en pleno Caribe.

La leyenda de Pacheco es el espejo de costumbres tan arraigadas, como lo son ir a la playa. Esta leyenda cuenta que  Pacheco (un lugareño conocido), siempre bajaba de la montaña cantando para que no le temblara la quijada y para infundir ánimo a sus burritos que jadeaban echando chorros de vapor.

Apenas descansaba en San Luis para proseguir hacia San Jacinto, donde tenía lugar predilecto junto a las jaulas de los vendedores de pájaros, frente a La Atarraya y otros ventorrillos donde estaban a la mano el vasito de berro o el de aguardiente de caña, remedios infalibles para aliviar el frío intenso que se había traído consigo desde Galipán y la cumbre del Avila, aires con los que ponía a temblar a pobres y ricos en este valle caraqueño.
Aunque en su ruta desde San José, Pacheco iba entregando de su rural e inagotable cornucopia, entre saludos, su carga de colores, los burros siempre llegaban repletos de flores al mercado como si no hubiera cedido un capullo. Pero allí volaban todas de una vez como banda de mariposas, quitándole de pronto todo el peso al jumento, que se ponía a sonar sus cascos sobre el empedrado, alegre por sentir el lomo libre.

Tan popular era Pacheco y tan famosas sus flores, que a los pocos minutos no le quedaba una azucena, ni un clavel, ni una rosa blanca para regalar a la moza que le sonreía al bajar las escalinatas del mercado. Cuando volvía a su montaña dejaba en la ciudad el frío que había traído para que, a las llamas de algún hogar, pudiera calentarse.
Llego un año en que Pacheco no bajó más. Su figura campechana y sonriente ya no se vió asomar tras el velo de la niebla avileña. No se presentó más aquella figura tradicional tocada con sombrero de pelo de guama, con su vestimenta blanca y la ruana de ribetes de colores y su ristra de asnos cargados de flores de Galipán. Pero el frío y la niebla sí siguieron bajando como embajadores del sembrador de flores y de tradiciones caraqueñas.

Desde algunos años, el ceño del Avila se ha fruncido, y en pleno diciembre nos manda enviones de nubes y de vientos, que antes llamaban ‘nortes’ y ahora vaguadas, despeñándose en aguaceros como para poner a prueba a los carácteres indoblegables.

Así  es la leyenda mas entrañable de este suelo de árboles que siempre crecen.

¡Un fuerte abrazo y feliz miércoles!

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