por Caty Giménez
Durante el año 1988 las mañanas de Córdoba se vieron sacudidas por el ajetreo de miles de mujeres tratando de vencer a una hiperinflación que se ganó el mote de salvaje tanto por sus características como por las batallas en las góndolas por llevarse el último paquete de azúcar, entre otras vituallas.
Yo recuerdo que me levantaba muy temprano para recorrer distintos supermercados y almacenes que ofrecían alternativamente los productos de la canasta familiar más elementales. Ahí ya no importaba mucho que del Wimpi se dijera que los ratones bailaban de noche si lo que queríamos era una botella de aceite. O caminar hasta el Supercop a ver si era cierto que el miércoles tenían harina o azúcar o leche en polvo. Y mientras caminaba un día por la escarcha de las calles de Junior’s puteaba al gobierno radical que yo misma había votado en medio de la alegría por la vuelta a la democracia y el escepticismo de saber que algunas corporaciones estaban vivitas y coleando.
La sensación de que todo se iba al carajo de nuevo se unía a la incertidumbre de cocinar con lo que había y tratar de que los australes valiesen algo al llegar la noche. Enormes en su ineficacia, los australes tenían la pinta de un Titanic, grandes y peligrosos, hundiéndose irremediablemente y arrastrando un Plan económico que jamás terminé de entender del todo.
Para paliar el desastre inflacionario la Universidad hacía reajustes cada tantos días, pero lo que más me angustiaba era pensar si a la semana siguiente habría leche para mis hijas. Era como vivir las historias que los nonos habían traído de Europa, durante la Segunda Guerra. Está bien, una era muy pero muy jovencita en esa época. Pero los temores tienen el tamaño del desastre cuando el fantasma de la crisis aparece a cada rato en la televisión. Más aún recordando lo de “la casa está en orden”.
Todos sabíamos que el fantasma de la deuda externa nos tenía en default, todos sabíamos que las devaluaciones y el control de precios eran un arma de doble filo con un Gobierno que tambaleaba peligrosamente. Esa “patria financiera” que sabíamos había movido los hilos de la economía argentina no había dejado las sombras. Los grandes grupos financieros licuaban deudas a una velocidad alarmante, mientras se entregaban subsidios y créditos sin ton ni son.
“El presidente Raúl Alfonsín criticó explícitamente al titular de la Reserva Federal de EE.UU., al señalar que las subas de las tasas de interés determinadas por el señor Alan Greenspan ‘han significado para la Argentina la pérdida de 1000 millones de dólares anuales últimamente’. El mandatario graficó que ni siquiera la Alemania de la posguerra llegó a pagar lo que la Argentina por los intereses de la deuda externa.” (Página 12, 17/3/1989)
El miedo a un golpe de Estado estaba fuera de contexto, no había intenciones de sacar al gobierno radical por esos métodos. Yo, sin embargo, dudaba de los discursos que demonizaban a Alfonsín, no me creía todo lo que Cavallo dictaminaba en cuanto programa de televisión lo invitase. Y lo invitaban todos.
“A pesar de los 688 millones de dólares de las reservas que vendió el Banco Central para sostener el programa antiinflacionario durante enero, el índice de precios al consumidor trepó al 8,9 % mientras los mayoristas crecieron al 6,9 %. Además del costo pagado por el equipo económico los deudores privados debieron afrontar supertasas de interés como estéril contribución al Plan Primavera.” (Clarín, 7 de febrero de 1989)
Más allá de las visiones terroríficas que esgrimía, era cierto que algunas medidas sólo repetían falencias de otras épocas, y cuando se vino lo del ’89 en adelante recordaríamos con horror algunas de ellas, tales como las que enumero sólo como muestra. Y no eran un botón, era una cadena de botones que nos saltaban a los ojos desde un saco que se rompía sin remedio.
1) Las quitas en las deudas al Banco Central de empresas deudoras de entidades financieras liquidadas;
2) Regímenes de promoción industrial con diferimientos de impuestos, con y sin indexación;
3) La capitalización de deuda externa privada, y más.
La economía había dejado de ser discusión de unos pocos para ser leída, masticada, vomitada y puteada por todos, los que participábamos en política por ese entonces, por los vecinos comunes, y por los que obviamente decían que con los milicos estábamos mejor. Que de estos últimos nunca faltan en nuestro país. Son como una especie que nunca termina de extinguirse.
La burbuja empezaba a llenarse de agua y la palabra moratoria resonaba en los bolsillos de los trabajadores que lo único que sabían era que a fin de mes no se llegaba. Y el dólar empezaba su ascencíon sin límites hasta escuchar la frase célebre
“El que apostó al verde ganó un 77 por ciento en el mes.(…) A solo dos días de terminar el mes tanto el dólar como las acciones y las tasas de interés sobrepasarán ampliamente el índice inflacionario previsto (…). Pero los depositantes en los bancos habrán logrado apenas mantener el poder adquisitivo de su dinero ya que los rendimientos para pequeños ahorristas no pasaron del 18 % mensual. Los inversores medianos y grandes que se mueven con soltura en la Bolsa, los exportadores que reciben dólares en pago de sus productos y quienes pudieron cambiar sus australes a la verde divisa habrán sido los ganadores del mes.” (Página 12, 30 de marzo 1989)
Se inauguraba así la modalidad del “Golpe de Mercado” con un enemigo que no por conocido dejaba de ser temible. La hiperinflación se desencadenó precisamente porque, en un momento de vulnerabilidad monetaria y temores generalizados por parte de aquellos que habíamos vuelto a creer en los depósitos, bancos acreedores deseosos de terminar con un régimen que no los favorecía, y compañías en bancarrota, desataron una corrida contra el Austral.
“El Gobierno y los partidos políticos de Córdoba salieron hoy a la calle en una acción concertada para ‘paliar las necesidades elementales y primarias’ emergentes de la crisis económica, en un vasto operativo de distribución de alimentos en los barrios carenciados de la capital provincial en donde no se registraron nuevos intentos de saqueos durante la noche ni esta madrugada.” (Crónica, 27 de mayo de 1989)
De esta manera el Banco Mundial retiró su apoyo al gobierno radical y se nos vino el carnaval menemista en el que las mentiras empezaron a llegar siempre acompañadas de pizza y champán, del compre ahora y pague después y el nefasto dos por uno que llenó las casas de electrodomésticos que luego el país pago bien caros.
Hacia 1989 ya no hubo forma de contener los rebrotes hiperinflacionarios, lo que había empezado como el sueño radical se estrelló contra la realidad. Comenzaba otra historia en las que las ficciones empezaron a dibujar un país que nos cuesta recuperar, que no tiene cohetes que nos lleven a Japón, ni trenes, ni aviones…

Saqueos en San Miguel, provincia de Buenos Aires. Una imagen que se repetiría en las principales ciudades del país durante el año 1989. (foto Archivo)