por Jorge Felippa
Uno
Escribo siete días después de las elecciones, cuatro días después de la más esperada sentencia de la Corte suprema de Justicia: la que declaró la constitucionalidad total y absoluta de la Ley de Medios. También tres días después de mi cumpleaños, y a poco más de 48 horas de la presentación de mi nueva novela, este martes 5.
La que pasó, fue una semana repleta de eso que comúnmente llamamos acontecimientos. Bueno, por lo menos, así lo significan para este escribidor. En la enumeración, dos de esos acontecimientos tuvieron y siguen promoviendo una intensa agitación colectiva. Los otros son, de índole más íntima: cumplir años es irremediable. Publicar un libro, se puede evitar o postergar ad infinitum. Pero uno lleva ya casi cuatro décadas en esto de hacer de las palabras, algo que se parezca a un oficio. Palabra esta, oficio, que malquista hasta la injuria a ciertos poetas que abrevan en otras fuentes menos terrenales, o extraídas de oscuridades insondables del alma humana. Cada uno escribe o encuentra sus palabras adonde puede, y si con ellas conmueve a otro o a varios, será siempre saludable a condición de que no aliente servidumbres, racismos u odios hacia el semejante.
Vuelvo a la semana que pasó y a lo que “me” pasó. El martes por la tarde, mientras daba el taller de escritura en el CPC de Arguello, me robaron mi mochila maletín. Éramos diez personas. El maletín lo había dejado a un metro de distancia, sobre un mostrador y ninguno advirtió nada. Gran revuelo gran, pero los minutos pasaron y comencé el calvario que padecen a diario cientos de personas que atraviesan esas situaciones desgraciadas.
Llamadas para desactivar tarjetas de crédito, celular, y salir a realizar lo que cada uno estima prioritario. En mi caso, regresar a mi dpto, pues en el robo me habían llevado la agenda donde figuraba el domicilio y las llaves. Una alumna generosa se ofreció de samaritana y salimos. A los cinco minutos estábamos bajo una feroz tormenta de lluvia y granizo que nos agarró en el Cerro de las Rosas.
La alumna, con auto impecable, me tranquilizaba mientras yo me comía los codos, ya no por las pertenencias robadas, sino por la aventura que era atravesar la avenida Castro Barros. Un torrente amazónico de árboles caídos, granizo y basura arrastrados por un agua tan oscura como mis pensamientos más agoreros. Pero zafamos y llegamos al centro.
Disparé a buscar al cerrajero, que destrozó en cinco minutos las cerraduras y me permitió comprobar, con alivio, que todo estaba en orden. Menos mis bolsillos que fueron agujereados con la eficacia de un taladro. A los cinco minutos llamaron mis dos hijos, cuyos teléfonos figuraban en la agenda robada. Alguien la había encontrado, junto con las llaves -ya inútiles- y les avisaba que podía retirarlas allá cerca del CPC. Una amable jovencita las encontró desparramadas en la calle, a menos de tres cuadras de la Universidad Blas Pascal. Al día siguiente, miércoles por la mañana, las pasé a retirar, agradecí su generosidad y partí a hacer la denuncia a la nueva seccional 14 de Policía. Y así conocí, de primera mano, la otra Córdoba que no podemos o no queremos ver.
Los otros
La nueva comisaría 14, está en el cruce de la recta Martinoli con la calle Adolfo White, unas cinco cuadras hacia el noroeste. Calle de tierra, sin veredas. Anuncié los motivos de mi presencia y me indicaron que subiera al primer piso. Allí me encontré con un espacio de dos metros cuadrados, con cuatro sillas. A la izquierda, una puerta de chapadur. Sentados, esperaban un hombre de cerca de treinta y cinco años, y un chico de unos doce o trece, su hijo. Sus ropas, me decían que eran de barrios muy humildes. De pie, en la escalera, un muchacho joven, le calculé 25 o 27 años. Vestía una remera gastada, una bermudas aún más gastadas y un par de zapatillas de marca, retruchas, sin medias.
Después de quince minutos de estar parado en las escaleras y sin que nadie de la oficina de Policía Judicial diera alguna señal, pedí permiso para sentarme. Lo hice al lado del hombre que esperaba con su hijo. Le pregunté qué le había pasado. Dijo:
–Mi hijo salió ayer con su novia, en la moto y no lo encuentro por ningún lado. No contesta el celular, ya lo busqué en los hospitales y no está. Tampoco sé bien donde vive la pendeja, creo que es de un barrio “fulero”, así que por eso vine a hacer la denuncia. Mi mujer está ahí dentro, declarando. Dicen que la denuncia es por “desaparición de personas-. Hizo un gesto de contrariedad con la cabeza y se quedó callado.
Nos miramos con el otro muchacho como diciéndonos “¡Qué cagada!”.
Pero su cara también me incitó a preguntarle. No lo iba a dejar que se atragantara con su malestar. Lo “mío” ya empezaba a parecerme una nimiedad.
-¿Y a vos, qué te pasó?
–Me robaron en mi casa. Se me metieron cuatro pendejos y una minita. Me pedían la guita que decían yo tenía por la venta de un auto. Primero me pusieron una pistola en el pecho, y después se la agarraron con mi mujer y mi hijita. Le pusieron la pistola en la cabeza a la criatura y ahí les empecé a dar todo lo que tenía. Les dije que guita no tenía, les dí un poco pero pedían más. La más sacada era la pendeja, así que les dí más plata para que me dejaran la criatura tranquila. Al final, antes de irse, me dijeron: -No te queremos ver más por acá. Dejanos la casa o te vamos a reventar, a vos, a tu mujer, a tu hija.
El hombre que estaba a mi lado le preguntó:
-¿Y vos que hiciste?
-Alcé lo poco que me dejaron y me fui a la casa de un amigo. Nos fuimos con lo puesto. No quiero saber más nada. Me vuelvo a Mina Clavero. Yo vine de allá hace seis años a laburar acá. Soy albañil y trabajo para una empresa de Unquillo. Estaba ahí desde hacía dos años…porque cambié una casita de allá por esta de acá para dejar de pagar alquiler.
-¿Dónde vivís vos?, le preguntó el otro.
-En Sol Naciente…
Ahí el vecino en desgracia le empezó a pedir precisiones: en qué manzana, en qué calle, cómo eran los pendejos y la minita que le habían robado, si había llamado a la policía, si hizo la denuncia…
Entonces, el albañil comenzó el relato del que yo era un testigo privilegiado. Dos dramas que prefiero no adjetivar.
–Los vecinos vieron cuando entraban los pendejos a casa y llamaron a la cana. El patrullero estaba parado a dos cuadras. ¿Sabés cuándo aparecieron? Cuando los tipos rajaban con mis cosas en las manos. Llegaron y les dije: Ahí se van, no deben estar muy lejos, siganlos, son cuatro chicos y una minita. Entonces los canas se metieron adentro de mi casa, me empezaron a preguntar qué había pasado, qué me habían robado, por dónde habían entrado, boludeces. O sea…
-Sí, les dieron tiempo para que se piraran los guachitos-acotó el vecino-. Los rejunan, todos saben que esos pendejos revientan las casas. Y esa rubiecita, le dicen la Trini, es terrible esa guacha. Vive a cinco cuadras de mi casa. A mí una vez me entró a robar. Todas las pilchas y dos pares de zapatillas nuevas. Me puse el chumbo en la cintura y fui a buscarla. La encontré en la esquina de su casa, chupando con otras minitas. La agarré de los pelos, le puse la pistola en la jeta y le dije: Devolveme todo lo que me choreaste o te reviento acá nomás. La llevé así hasta la casa y me devolvió todo. Yo los enfrenté. Hay que ponerles el pecho, mostrarles que sos más turro que ellos, si no te pasan por encima.
Yo lo escuchaba y miraba al pibe que con la cabeza gacha, oía el relato de su padre. Entonces, el albañil reanudó su relato.
–Ahí andan todos “calzados”. Pero seguro que si me compró un chumbo, al primer boludo que agarran es a mí. Pero escuchá: el domingo, después de dejar a mi mujer y mi hija, vine a hacer la denuncia. Y no me la quisieron tomar no sé por qué boludez. Así que ya es la ¡tercera! vez que vengo. Entonces, como ya decidí que me vuelvo a Mina Clavero, hablé con un vecino de ahí de Sol Naciente, que tiene familiares en el barrio y le ofrecí la casa. Que me diera lo que pudiera. Él tipo agarró viaje, me dio unos mangos y un Fiat Duna y se mudó a mi casa. Esto fue el lunes. Esa misma noche, mientras dormíamos en la casa de mi amigo, y supuestamente nadie sabía dónde estábamos, nos despertaron a balazos. Nos tirotearon la casa así que tampoco ahora nos podemos quedar ahí. Entonces vine ayer acá y me empezaron a tomar la denuncia. No terminamos y ¿sabés qué pasó? Al tipo que le vendí la casa, y ya había empezado a mudarse, anoche se le metieron veinte guasos con pistolas, cuchillos, facas y le cantaron la justa: “Rajá a la mierda de acá. Esta casa es nuestra”. Le afanaron lo poco que el tipo había mudado y se instalaron ahí. Metieron a una familia del barrio. Así que el muchacho me llamó, me contó lo que le había pasado y me pidió que le devolviera algo, la guita o el auto. ¿Y qué querés que hiciera? Le devolví el auto. Me dejé la guita para poder volverme a mi pueblo. Maldita la hora que me metí en ese barrio. Claro, yo vine de afuera, sin parientes, solo, caí como chorlito. Y los vagos se aprovecharon.
–Es una cooperativa de mafiosos-, intervino el otro-. Si vos querés una casa ahí en ese barrio, les das veinte o treinta lucas, ellos te aprietan a alguna familia que no es de esa banda, la sacan y ponen al que les pagó. Así se van quedando con todas las casas.
En eso, se abrió la puerta de la oficina, salió la mujer del que hablaba, la madre del chico desaparecido, y nos hicieron pasar a Daniel, el albañil, y a mí.
¿Se imaginan la vergüenza que sentía la vergüenza al denunciar el robo de mis “pertenencias”? A mi lado, Daniel, frente al oficial de Justicia, empezaba a contar su drama. Como siempre, la realidad supera ampliamente las ficciones más escalofriantes que seamos capaces de imaginar.