Una publicación efímera, como todo

Aliverti: «Lo que el Gobierno venía mintiendo del índice inflacionario fue una decisión política»

In Opinión, por Eduardo Aliverti on 18 febrero, 2014 at 20:15
"Lo que el Gobierno venía mintiendo del índice inflacionario fue una decisión política, cuyos costos centrales los pagó, en imagen, el cuco de Guillermo Moreno", dice en esta nota Eduardo Aliverti. (viñeta Oski/Archivo)

«Lo que el Gobierno venía mintiendo del índice inflacionario fue una decisión política, cuyos costos centrales los pagó, en imagen, el cuco de Guillermo Moreno», dice en esta nota Eduardo Aliverti. (viñeta Oski/Archivo)

Leemos hoy:

«El nuevo índice oficial para medir la inflación acabó por ser la gran cuestión de estos días. Lo que continúa sin resolverse es de qué hablamos cuando hablamos de inflación, si es por hallar algunos acuerdos básicos en torno de la forma de combatirla.

(…)

Y a esta altura (aspecto, el siguiente, que en una buena mayoría de los análisis circulantes no se expone), indiquemos de una vez por todas que nunca ocurrió que el Indek fuese un órgano conducido por bobos, o trastornados, autoconvencidos de los falsos o incompletos guarismos que difundía. Lo que el Gobierno venía mintiendo del índice inflacionario fue una decisión política, cuyos costos centrales los pagó, en imagen, el cuco de Guillermo Moreno. ¿A efectos de qué? De que los bonos indexados por inflación –en manos de los sectores que viven de ella– no condujesen a un terremoto en las cuentas fiscales. Y la verdad comprobada es que, hasta ahora, tanto el Gobierno como la sociedad se las arreglaron para convivir con esos números tramposos, que no ejercieron influencia alguna en la voluntad popular. El antecedente semiológico más cercano –no el único, ni de cerca– son las elecciones presidenciales de 2011, cuando el kirchnerismo arrasó con el 54 por ciento y una distancia abrumadora sobre los dispersos que se le enfrentaban (y enfrentan). En ese momento, o etapa, la inflación oficial ya era fuertemente cuestionada, pero no como factor decisorio. Y en comicios previos y posteriores, ora la problemática de las patronales agropecuarias, ora la corruptela, la inflación real nunca fue una carta jugada a fondo. En síntesis previa: el Gobierno mintió a sabiendas por urgencias políticas mayores y el pueblo lo aceptó, porque en la relación costo-beneficio el cociente dio a favor de lo segundo. Este argumento puede parecer extremadamente cínico. Pero, en todo caso, no lo es menos que lo testimoniado por las políticas neoliberales. Nos vendían la necesidad de los ajustes ortodoxos. Y de la copa de los ricos que sólo al desbordar derramaría hacia abajo. Quienes ejecutaron esa construcción de sentido son los mismos que hoy ofertan volver a las recetas fracasadas, capaces de haber hundido al país hace pocos años. Debería aceptarse que no son menos mentirosos que el kirchnerismo habiendo manejando las cifras de inflación. Como, también en este diario, escribió ayer Claudio Scaletta, en la contratapa de Cash, “la historia de al menos los últimos 80 años muestra (que) los procesos de desarrollo económico, y expansión de derechos sociales para las mayorías, se produjeron siempre en el marco de políticas heterodoxas, nunca de la mano del presunto sentido común del mainstream y el beneplácito del poder financiero global. Una vez más, es necesario cuidar al bebé”. Lo único o prioritario que cambió es la necesidad gubernamental de ajustar tuercas en sus relaciones con ese mundo financiero internacional, producto de dólares que faltan, de inversiones que se necesitan, de ataques especulativos que son a escala regional y contra los países emergentes, y por supuesto de las deficiencias oficiales en cuanto plasmar una estructura productiva más resistente. Pero si la receta contra esos problemas es confiar en Melconianes y Esperts, vaya con lo que nos espera.

(…)

Disquisiciones de este tipo al margen, si se quiere y para reiterar, ese índice inflacionario terminó siendo uno de los grandes temas de la semana, a falta de alguno que volviera a contactar las probabilidades de nuevas corridas cambiarias, devaluación, clima de pudrición completa y etcéteras. Tanto es así que llegó a título de portada un rutinario chequeo médico a la Presidenta, para no hablar de que el Día de los Enamorados sustituyó a la inminencia de tembladerales. Los pronosticadores de catástrofes que nunca se cumplen arrancaron el año con buenas perspectivas, visto el escenario con el tipo de cambio y remarcación de precios que –es cierto– movió el amperímetro de la sensibilidad popular. O de lo que trasladan como sensación los medios de comunicación dominantes. El “reconocimiento” de la inflación por parte del Gobierno fue así un bálsamo que les permitió volver a la carga pero un índice, al fin y al cabo, no es más que un índice. Oficialistas y opositores coinciden en que lo sustancial es cuál política antiinflacionaria tomará nota del índice. El pequeño detalle diferenciador es que, para los unos, basta con ajustar por abajo, restringiendo la emisión de moneda. El Gobierno resiste y avisa que, aunque los agroexportadores y demases le hayan torcido el brazo, no dará el brazo a torcer. Ya apuntado en este espacio hace una semana, no se advierte en lo volitivo un ajuste por derecha. Hay un retroceso porque la devaluación implica regresividad en el bolsillo popular, pero no una dirección hacia asentar por ahí. Entre los unos y los otros, esa diferencia es el combate por la conciencia más o menos masiva en torno de quiénes forman los precios. Si los precios suben porque los precios suben, en reemplazo de especificar cuáles correlaciones de fuerza lo habilitan, es una pregunta invariablemente reiterada. El grado de concentración de la economía argentina en pocas manos es apabullante, al igual que su dependencia del exterior. Puede discutirse si esa concentración es mala en sí misma, pero es difícil impugnar que en el caso argentino no sirvió ni sirve para el aumento sustantivo de inversiones y productividad. La experiencia kirchnerista extrajo una parte de esa renta de las grandes compañías, para satisfacer necesidades o intereses populares, como nunca se lo había hecho, pero queda claro que no alcanza –más vale: nunca alcanzará– para afrontar cimbronazos tranquilamente. Ese es el terreno de disputa. O el central, por lo menos. Quién gana la batalla para administrar la conciencia popular. El poder, bah».

(Leer la nota de Eduardo Aliverti completa haciendo click acá)

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