por Jorge Felippa
El silencio mata callando, escribí hace unos días. Esa frase me desvela. Si callarse enferma y mata, también no callarse, puede costar la vida. Entonces, escribo.
Hubo y habrá santos y pecadores que vivieron para no guardarse nada,
para repartir su palabra por el mundo y abrirnos las puertas de sus paraísos
o de sus infiernos. Pero también, derribaron otras puertas, umbrales que hasta entonces nadie se atrevía a pisar.
Sus nombres-cada cual tiene su propio santuario-, siempre inspiradores para unos, para otros son la encarnación del demonio, de una bruja, una enfermedad incurable a la que se debe extirpar del cuerpo, la manzana podrida
que puede infectarnos como familia, pueblo, nación. “El huevo de la serpiente”, repiten los corifeos, los bien pensantes por nosotros, los errados, extraviados, ilusos como niños en nochebuena. Cómplices del despilfarro de justicia.
Los académicos de las Ciencias Morales, dedican sus invectivas y advertencias, sus rotundas palabras descalificadoras, en nombre de la Patria y la República, a los portadores de otra fe, plebeya, indomable, siempre agónica
pero también resurrecta a pesar de los martirios de la carne, de los escarnios a sus nombres, de la desaparición de los cuerpos, sin tumbas merecidas,
ni leyes ni juicios ni condenas.
Si hombres probos nos acusan, “algo habrán hecho”. Palabras destituyentes
de la condición del otro. Eso sí: todo dicho en nombre de la pacificación y la concordia. Que gozarán solo aquellos que sobrevivan a la extirpación
del mal que los aqueja: “el subsuelo de la patria sublevado”.