Un chico nacido a principio de siglo llegará a la adultez habiendo atravesado media docena de revoluciones tecnológicas. Nuestro hijo de 11 años, que era un crack con la PC y la Web, se va quedando atrás de su hermano menor, que usa la iPad con soltura. Pero en la familia hay sólo un integrante que vive -tal vez- en el futuro: el bebe que llegará en marzo.
El problema de anticipar el futuro tecnológico no tiene que ver, pues, ni con saber de tecnología ni con nuestra inteligencia. Tiene que ver con la velocidad. El avance se ha acelerado, y esta aceleración trae aparejada todavía más prisa. Quince años en el futuro ya no son 15 años en el futuro. Son 150. Predecir lo que habrá más allá de semejante abismo de tiempo es como observar a los hermanos Wright planeando torpemente en Kitty Hawk y de inmediato imaginar un aeropuerto lleno de gente, las colas para el check-in y para despachar las valijas, y vislumbrar también los colosos que transportan cientos de personas más allá del océano volando a 11 kilómetros de altura y 1000 kilómetros por hora. No, no es posible hacer tal extrapolación. El primer vuelo de los hermanos Wright duró sólo 12 segundos y recorrió una distancia menor (36,5 metros) que la envergadura de un Boeing 747 (64,4 metros). Eso fue el 17 de diciembre de 1903.
Dada esta aceleración, sólo me atrevo a anticipar (y con reparos) lo que ocurrirá de acá a 1 año o un poco más. Tendremos otro iPhone. Otro Galaxy. Más drones, y más legislación sobre los drones. La realidad virtual estará buscando su lugar entre esos drones y nuestro living. Y también tendremos menos privacidad y menos certeza acerca de lo que los Estados saben acerca de nosotros. Más allá de ese horizonte, es por completo imposible dar detalles. Nunca, en mis más de 30 años de informar sobre ciencia y tecnología, un ingeniero o un científico se atrevieron a vaticinar más allá de 10 años. Ahora una década dura 365 días. Este guarismo, por supuesto, parece arbitrario, pero no lo es. Entre 1915 y 2015, el número de solicitudes en la Oficina de Marcas y Patentes de Estados Unidos creció 8 veces. Eso, sin contar países muy innovadores, como Japón, Alemania y Francia. Así que quizá me estoy quedando corto.
También cambió el pasado
La velocidad trae consigo una dificultad más, que no tiene que ver con el futuro, sino con el pasado tecnológico. Hoy casi no lo tenemos. Ya no heredamos el reloj del abuelo o redactamos en la máquina de escribir que fue de nuestra madre. Se trata de otra novedad, porque durante la mayor parte de la historia de esta especie los utensilios, máquinas y herramientas se conservaban durante toda la vida; en no pocas ocasiones, sobrevivían por varias generaciones. Ahora es exactamente al revés: los cambiamos docenas de veces en el curso de una vida. Lo que supo ser herencia se ha convertido en basura electrónica.
Esto, que algunos creen que es resultado de alguna clase de fiebre consumista (fiebre que, sin duda, se da en otros rubros), es en realidad una condición sine qua non de una industria que necesita fabricar en escala para lograr costos competitivos. Si tu smartphone fuera para toda la vida, no costaría 500 dólares. Costaría 50.000.
Y, además, está el asunto de la aceleración. En un año los laboratorios de investigación y desarrollo ya han hecho avances notables. Cuando yo nací, el costo de 1 GigaFlops era de un billón de dólares; hoy es de 8 centavos. En el fondo, sabemos que no nos conviene que un smartphone dure para toda la vida.
Como resultado, en la práctica, tenemos una experiencia por completo diferente de nuestras herramientas que la que teníamos hace 200 años o más. Está bueno, pero perturba la mente, que se resiste a vivir en perpetua revolución. Como consecuencia, sin darnos cuenta, nos aferramos. En 1984, John Dvorak, un prolífico columnista estadounidense que siempre ha escrito sobre tecnología, juzgó que «no existe evidencia de que la gente quiera usar algo como el mouse». No contento con eso, también anticipó que el iPhone sería un fracaso. Puede mover a risa, pero una corporación entera (Xerox) había subestimado antes el mouse. Y la industria celular en su conjunto se rió del iPhone al principio.
Este fenómeno tiene una contrapartida estrafalaria: para evitar aferrarnos a lo conocido anticipamos cualquier cosa ridícula que suene a futuro, como los autos voladores que, durante décadas, fueron la estampa del mañana. Parafraseando, no hay nada más viejo que el futuro del ayer.
Todos nuestros presentes
Todavía queda un tercer conflicto: el presente. Es bastante difícil hacer pronósticos, si ni siquiera sabés qué es lo que ocurre a tu alrededor. Muchos expertos (economistas, sociólogos, periodistas) deberían, para volver a juzgar el mundo de forma cabal, aprender ciencias muy ajenas a sus disciplinas, como la programación, el cifrado y los protocolos de comunicaciones. Salvo honrosas excepciones, no lo hacen, y un gran número de críticas a las nuevas tecnologías provienen de la más adamantina ignorancia; el problema es que esas críticas se lanzan desde una posición de autoridad. Vivimos, por lo tanto, en presentes diversos, algunos más cercanos al presente real y otros que atrasan medio siglo. Ejemplo bochornoso de esta distorsión son las criptomonedas, cuya lógica comprende mejor el matemático que el financista. Punto para los matemáticos, pueden apostarlo.
El panorama es desalentador para los augures, pues. Incluso si dejamos de lado la singularidad de Kurzweil y el hecho de que en cualquier momento un laboratorio en alguna universidad de algún país podría dar con un hallazgo que revolucione en masa estas tecnologías, es sólo cuestión de tiempo para que el vaticinio osado de hoy se convierta en el hazmerreír de mañana. Con todo, he aprendido algunas cosas acerca del futuro, de este futuro que tenemos hoy y que no se parece en nada al futuro de otras épocas.
1. Más poder de cómputo. Algo que no va a ocurrir en las próximas décadas es que la industria comunique públicamente que ya está, ya no hacen falta chips más potentes. El poder de hacer más operaciones aritméticas y lógicas por segundo es la clave del mundo en el que vivimos y en el que vamos a vivir durante mucho tiempo todavía. Traducido a lo cotidiano, ese poder de cómputo es lo que hace que tu teléfono sea más ágil, que interprete comandos verbales y que use una pantalla de altísima resolución. Los coches autónomos existen porque la PlayStation es más potente que las supercomputadoras de hace 30 años. Lo que me lleva al siguiente punto.
2. Más pequeño. No vamos a tener poder de cómputo a cualquier costo. Es menester que los dispositivos sean cada vez más pequeños (o, para ser más exacto, que tengan mayor densidad de componentes). De momento, la naturaleza le impone un límite a la industria del silicio, pero más tarde o más temprano le encontraremos la forma de continuar miniaturizando. Mi sintetizador Yamaha CS-5, que compré en 1979, pesa 7 kilogramos; mi smartphone pesa 130 gramos y puede emular con la más absoluta fidelidad los sonidos de esa querida reliquia que todavía conservo. En rigor, el componente que emula al CS-5 tiene el tamaño de un grano de arroz. Puede que algún dispositivo disruptivo nazca voluminoso, pero tenderá a achicarse muy rápidamente. Salvo, como me apuntaban estos días, las pantallas; pero sólo en apariencia. Las pantallas tienen cada vez mayor densidad de pixeles, por lo que cumplen con el principio mencionado al principio.
3. Más económico. Si los precios de una tecnología más avanzada fueran más altos, nos parecería normal. Si se mantuvieran constantes, diríamos que estamos OK. Lo extravagante es que los precios en realidad bajan de forma sistemática. El nuevo iPhone cuesta más o menos lo mismo que el primero, de abril de 2007, que ni siquiera tenía 3G. Esta regla se mantendrá.
4. Más fácil. Cualquier veterano se los dirá: manejar una computadora en 1981 era bastante más complicado que aterrizar el transbordador espacial en medio de una tormenta, con varias copas encima y los ojos vendados. Si una tendencia parece mantenerse constante en la imprevisible carambola del futuro es la cada vez mayor facilidad de uso; o, mejor dicho, que tareas cada vez más complejas son cada vez más fáciles de realizar. Es muy improbable que un dispositivo gane un espacio entre el público con el argumento de que usarlo resulta fatigoso.
5. Más inteligente. Lo que llamamos inteligencia en estas tecnologías suele ser malinterpretado, inflado y exagerado. En la práctica, significa dos cosas. Por un lado, añadir poder de cómputo y conectividad a los equipos (es la diferencia entre un celular y un smartphone). Por otro, una tendencia hacia un número cada vez mayor de funciones de las que nuestros dispositivos nos relevan. No importa aquí si esto es bueno o malo, pero es poco probable que en el futuro una tecnología nos subyugue gracias a su falta de inteligencia. Y parece bastante seguro que las cosas que antes eran bobas dejarán de serlo. Nuestros autos son un ejemplo de la integración cada vez mayor de poder de cómputo a las máquinas que por definición no son computadoras. En el extremo están, claro, los coches autónomos (que ya son una realidad).
6. Más ecológico. Si seguimos consumiendo energía como si no hubiera un mañana, entonces no habrá un mañana, y en tal caso de poco sirve hablar del futuro. La tendencia ha sido hacia un menor consumo de energía, no tanto por la ecología, sino más bien para extender la autonomía de las baterías. Creo que hay un paso revolucionario allá adelante: incorporar la protección del medio ambiente como norma a estas tecnologías. No es sólo gastar menos electricidad. Es también abandonar los materiales contaminantes e instaurar políticas de reciclado de los residuos electrónicos consistentes, sustentables y, sobre todo, que sean algo más que palabrería. Hemos avanzado en este sentido; necesitamos hacerlo mucho más.
7. Más conectado. Esta es obvia, pero importante. La tendencia es hacia más ancho de banda en más lugares y con menos complicaciones (por lo que se apunta en 4), sean cables o procesos de configuración. La conectividad irá haciéndose cada vez más universal, ubicua y transparente, y con tasas de transferencia que hoy no podemos ni soñar.
8. Menos resistencia. La información encuentra cada vez menos resistencia para transmitirse. Por ejemplo, lo que alguna vez estuvo en las salas de concierto (usualmente, salones de la nobleza) pasó luego al gramófono, al vinilo, al CD y al MP3. Ahora está en un smartphone vía streaming. Hay muchas otras zonas de roce todavía, pero creo que no puede ya revertirse la tendencia de que la información y la cultura encuentran cada vez menos resistencia en su propagación. Es una buena noticia.
9. Más inseguro, menos privado y con mayor concentración.Lamentablemente, hay también tendencias preocupantes. El futuro, todo indica, tendrá cada vez menos seguridad informática, por mucho esfuerzo que hagan compañías y gobiernos para contrarrestar los ataques. La forma en que construimos software es una de las razones. La incipiente Internet de las Cosas -que podría ser de una enorme ayuda para reducir el consumo de energía- no mejorará el panorama. La privacidad está siendo atacada desde todos los frentes, incluso el interno. Dudo que esto cambie pronto. La concentración es particularmente dañina para la innovación y, vaya paradoja, ha sido una constante en esta innovadora industria. Hasta ahora no hay signos que muestren una reducción de la concentración en el corto y mediano plazo.
10. Saltos cuánticos. Ha ocurrido y seguirá ocurriendo: cada tanto surgen ideas (que todo el mundo tenga una computadora), programas (el e-mail, la planilla de cálculo), servicios (la Web, Twitter, Facebook, Wikipedia, Uber) y dispositivos (la PC, el iPhone, el GPS, los coches autónomos, la impresión 3D) que nos dejan en off side con nuestras predicciones y reconfiguran la realidad y, por supuesto, el futuro. Y eso, en serio, me encanta».
(Leercompleta la nota de Ariel Torres haciendo click acá)
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